sábado, 15 de noviembre de 2014

La escuela no funciona en el vacío social.

Hace un par de semanas, los alumnos de la asignatura "Sociología de la Educación Gr. 2H" pudimos disfrutar de una visita formativa a un CEIP situado cerca de la conocida Avd. De La Plata (Valencia)

Actualmente, el equipo educativo está llevando a cabo una propuesta para la concesión de modalidad de Centro de Acción Educativa Singular (CAES). Por el que según la ORDEN de 4 de julio de 2001, de la Conselleria de Cultura y Educación, por la que se regula la atención al alumnado con necesidades de compensación educativa, se cataloga como CAES a los centros docentes ubicados en un Barrio de Acción Preferente (BAP) o que escolarizan alumnado con necesidades de compensación educativa en un porcentaje igual o superior al 30% del total del centro.

A continuación me gustaría expresar la impresión totalmente subjetiva y personal que tuve tras la visita al centro. Por lo tanto, se comentarán aspectos referentes a la singularidad que supone dicho colegio como son la heterogeneidad cultural, el nivel socioeconómico, la realidad social que envuelve al centro, la prioridad del colegio en sus acciones pedagógicas, la responsabilidad de la administración pública y la cohesión entre los agentes sociales que componen este genuino centro escolar; entre otras considerables cuestiones.



La existencia de este centro supone un reflejo de una realidad en la que –como históricamente siempre ha sido–, un estrato social sale siempre perdiendo. Y pese a que unos pierdan, o mejor dicho, “sean privados de”, la otra parte tampoco sale victoriosa en toda su medida. Puesto que las desigualdades sociales y la falta de equilibrio cultural es algo que nos perjudica a todos.

Sin embargo, aunque la presencia de este centro implique la continuación de una horrible jerarquización, que supone sin duda alguna, una gran fisura entre las relaciones de quienes coexistimos en la sociedad, debemos reconocer que pese a ello, lo que ocurre dentro del centro es una notable iniciativa por parte de los docentes que colaboran y dan día a día todo su esfuerzo, su profesionalidad y casi su alma por sacar adelante el colegio, y las potencialidades de los niños y niñas que acuden a él. Puesto que la complejidad de la estratificación social que se da lugar en las calles es demasiado compleja como para cambiarla directa y rápidamente, podemos aceptar esa realidad y tratar de aminorar sus consecuencias desde dentro; para que así, lo que ocurre en las aulas se magnifique fuera y haga eco en ese agujero de exclusión.  

Un oasis de esperanza.


Como pudimos observar, el centro cuenta con una gran diversidad cultural que supone una marca de diferencia con respecto a la mayoría de los colegios. Este hecho permite enriquecer al alumnado, al profesorado y por ende a las familias; haciéndoles vivir una auténtica experiencia de inclusión, y que además proporciona innumerables beneficios educativos de los que aprender: arte y multiculturalidad juntos en las clases, lo que supone aprender convivencia, respeto y a apreciar y valorar los distintos matices de la raza humana. No obstante, tras toda gran ventaja se esconde un punto oculto, y es que es una ardua tarea brindar un buen plan de acogida a los alumnos y a las familias que no comparten nuestro idioma, o el hecho de que muchos hogares estén sometidos a vidas desestructuradas cargadas de violencia, lo que supone normalizar esta conducta y que los niños que han aprendido rodeados de esos entornos no sepan qué hacer para solucionar un conflicto. Por ello, el centro debe replantearse prioridades pedagógicas siempre en beneficio del alumnado y sus familias. Se suma, se resta, se lee: sí. Pero se aprende a vivir primero.

Pero sin lugar a duda, para poder aprender a vivir y a convivir es imprescindible la cohesión entre las familias, el alumno y la escuela; motivo por el cual este colegio promociona actividades de convivencia y formación con todas las familias. Mediante la sinergia de todos los que forman el colegio, poco a poco se incluye a la sociedad en la escuela y viceversa. Las ofertas de ocio y tiempo libre se convierten en valiosas oportunidades que promocionan el encuentro y que además, son bien recibidas por la familia, ya que mantienen otro carácter distinto; es decir, son actividades en las que se les ofrece confianza, en las que ellos son protagonistas, en las que no se trata de una obligación el hecho de ir a la escuela, sino un momento placentero con el que, a veces sin saberlo, estamos ayudándonos a convivir y también a aprender conocimientos académicos de una forma más transversal.

Este tipo de iniciativas rompe con el imaginario colectivo sobre aquello que se espera de esa gente y del futuro de esos niños. Dejan de ser considerados “aquellos” para convertirse en nosotros –los nuestros–, y paulatinamente las profecías autocumplidas van perdiendo su dominación en el destino de los niños.
En definitiva, sabemos que desde que la escuela fue considerada como institución pública, es quizá, la más compleja de todas las que ha habido en la era moderna y contemporánea y es precisamente debido a su singularidad y a su potencial de cambio. La escuela, tal y como hoy la conocemos alberga el poder de ser capaz de cambiar cualquier cosa, tal y como pretende este colegio.
Sin embargo, pese a ese gran poder en el motor del cambio social. Todavía hoy se trata de una idealidad. Intentar reducir las desigualdades solo desde la escuela es dar palos de ciego si no existe continuidad en las horas que se viven afuera. La iniciativa corre peligro de ser vencida por el influjo de la calle y por las familias desestructuradas. Tal como apunta K. Marx, el origen de la reforma social no está únicamente en la escuela. Tiene que producirse una interacción dialéctica entre la revolución escolar y la transformación total de la sociedad. Si cambia la escuela pero no cambia el sistema que lo sustenta, los cambios escolares no habrán servido para nada.

Hoy por hoy, este es un ejemplo de que somos dueños de la iniciativa dentro de la escuela –cuestión que ya supone un gran paso y un fuerte movimiento hacia el cambio–. Y aunque, pese a ello dicha iniciativa aún está muy menguada por la falta de recursos, tal y como hemos podido observar, la acción social fuera de las aulas es paupérrima: seguimos separando no sólo a efectos de privilegios si no que, delimitamos físicamente el espacio entre ricos y pobres; agrupamos la sociedad en grandes guetos y en zonas deprimidas que permiten renovar estas desigualdades, despojamos de cultura agrupando masivamente a las élites por una parte y a los desdichados por otra. 

Nos quejamos, exigimos, nos manifestamos, alentamos a la justicia por conseguir aquello que la escuela merece: más calidad. Pero olvidamos gritar por los barrios, por el hambre, por la violencia, por el analfabetismo y por la ignorancia. Gritar para que la intención salga más allá de las paredes del centro, gritar porque la escuela no funciona en el vacío social.

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